miércoles, 16 de octubre de 2013

Lujos Austeros

—¿Dónde andas?

—En la biblioteca, ¿Andan por aquí? 

—Sí, tu papá está sacando unas copias y vamos, te recogemos a una cuadra. 

Recogí mis cosas y caminé hasta encontrarlos en el coche andando. Me subí y estuvimos esperando a mi papá a que arreglara unos asuntos en una oficina. 

—¿Y ahora qué hacemos? 
Dijo mi papá subiéndose al auto. 

—Yo no tengo nada que hacer. 

—Y yo no tengo dinero. ¿Qué desayunaste? 

—Una manzana. 

—Ahorita vamos por unos hot dogs

No hay gas en la casa. El medidor del tanque se descompuso y no sabemos cuando está por acabarse. Y es pretexto, no hay dinero para llenarlo ahorita. El agua en mi pueblo se enfría mucho. Abrir la regadera y estirar el brazo dentro, sugiere un gran acto de valentía. Y bañarse como salvaje, es sano, pero no se puede cocinar. La alfombra está recién lavada como para hacer ahí una fogata. 

Ya hemos pasado por estas situaciones y peores. 

Hace algunos años no teníamos nada que comer para la tarde. Mi mamá salió a caminar y encontró una enredadera de chilacayotes, así que hizo un guisado con ellos y hasta un postre. Cabe mencionar que no tenía un sabor muy de mi agrado, y comer y cenar lo mismo no fue fascinante. Pero el hecho nos encantó. Estábamos felices de tener algo que comer esa tarde cuando unas horas antes estábamos haciéndonos a la idea de comer tomates verdes. Comer de milagro es un lujo. 

Cuando era pequeña y faltaba el dinero, mi mamá salía y pedía dinero prestado a las vecinas del pueblo donde vivíamos entonces. A lo mucho tendríamos cuatro casas vecinas. Compraba chiles y verduras y los hacía en escabeche. Después se los vendía a las vecinas, quienes de buena gana los compraban y así mi mamá compraba arroz y frijoles. 
En Santa Bárbara, a vista del volcán,  todo era campo, borregos y el puente de la barranca por donde pasaban las vías del tren. Yo no recuerdo los momentos difíciles ni lo de los chiles, recuerdo jugar en el jardín y que se frenara el mundo al ver venir al tren. Salir a dar de comer a los borregos de Don Socorro y jugar con los animales de regreso de la escuela.
Para la tarde la comida estaba hecha sin ser para mí misterio o milagro. Ahí estaba, siempre. 


—¿Y los hot dogs?

—Vamos.

Parecía que de camino lo había olvidado.

—¿Quieres también una sopa instantánea? Escoge una.

Despues de comer los hot dogs, salimos de ahí con nuestras famosas sopas.
En la tienda no tenían limón. ¿Qué clase de establecimiento no tiene limón para ESA sopa? 

Saliendo nos paramos en el estacionamiento de la vinatería que tiene árboles de limón. Tomamos tres y los partí con mi navaja y reíamos de la pobreza.

Y es que las comidas que sólo comes cuando no hay dinero, parecen ser también de ocasión especial. Uno saca los manteles largos para celebrar cosas sin importancia. Y cuando podría celebrar que hay comida, de manteles largos, tiene las servilletas de papel estrasa que dan en las taquerias. 
Para mí, recordar estos momentos en los que nos da risa lo que hacemos con tal de un limón, es un lujo. 



Habíamos pasado carencias, pero hasta hoy creo que el colmo (foto) fue el acto canibalezco de servirnos con cuidado, una sopa de niños.